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Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles pasado hablé del gran viraje que se produjo en la vida de San Pablo tras su encuentro con Cristo resucitado. Jesús entró en su vida y lo convirtió de perseguidor en apóstol. Ese encuentro marcó el inicio de su misión: San Pablo no podÃa seguir viviendo como antes; desde entonces era consciente de que el Señor le habÃa dado el encargo de anunciar su Evangelio en calidad de apóstol. Hoy quiero hablaros precisamente de esa nueva condición de vida de San Pablo, es decir, de su ser apóstol de Cristo.
Normalmente, siguiendo a los Evangelios, identificamos a los Doce con el tÃtulo de Apóstoles, para indicar a aquellos que eran compañeros de vida y oyentes de las enseñanzas de Jesús. Pero también San Pablo se siente verdadero apóstol y, por tanto, parece claro que el concepto paulino de apostolado no se restringe al grupo de los Doce. Obviamente, San Pablo sabe distinguir su caso personal del de "los apóstoles anteriores" a él (Ga 1, 17): a ellos les reconoce un lugar totalmente especial en la vida de la Iglesia. Sin embargo, como todos saben, también San Pablo se considera a sà mismo como apóstol en sentido estricto. Es un hecho que, en el tiempo de los orÃgenes cristianos, nadie recorrió tantos kilómetros como él, por tierra y por mar, con la única finalidad de anunciar el Evangelio.
Por tanto, San Pablo tenÃa un concepto de apostolado que rebasaba el vinculado sólo al grupo de los Doce y transmitido sobre todo por San Lucas en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 2. 26; 6, 2). En efecto, en la primera carta a los Corintios hace una clara distinción entre "los Doce" y "todos los apóstoles", mencionados como dos grupos distintos de beneficiarios de las apariciones del Resucitado (cf. 1 Co 15, 5. 7). En ese mismo texto él se llama a sà mismo humildemente "el último de los apóstoles", comparándose incluso con un aborto y afirmando textualmente: "Indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mÃ. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo" (1 Co 15, 9-10).
La metáfora del aborto expresa una humildad extrema; se la vuelve a encontrar también en la carta a los Romanos de San Ignacio de AntioquÃa: "Soy el último de todos, soy un aborto; pero me será concedido ser algo, si alcanzo a Dios" (9, 2). Lo que el obispo de AntioquÃa dirá en relación con su inminente martirio, previendo que cambiarÃa completamente su condición de indignidad, San Pablo lo dice en relación con su propio compromiso apostólico: en él se manifiesta la fecundidad de la gracia de Dios, que sabe transformar un hombre cualquiera en un apóstol espléndido. De perseguidor a fundador de Iglesias: esto hizo Dios en uno que, desde el punto de vista evangélico, habrÃa podido considerarse un desecho.
¿Qué es, por tanto, según la concepción de San Pablo, lo que los convierte a él y a los demás en apóstoles? En sus cartas aparecen tres caracterÃsticas principales que constituyen al apóstol. La primera es "haber visto al Señor" (cf. 1 Co 9, 1), es decir, haber tenido con él un encuentro decisivo para la propia vida. Análogamente, en la carta a los Gálatas (cf. Ga 1, 15-16), dirá que fue llamado, casi seleccionado, por gracia de Dios con la revelación de su Hijo con vistas al alegre anuncio a los paganos. En definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sà mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es "apóstol por vocación" (Rm 1, 1), es decir, "no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre" (Ga 1, 1). Esta es la primera caracterÃstica: haber visto al Señor, haber sido llamado por él.
La segunda caracterÃstica es "haber sido enviado". El término griego apóstolos significa precisamente "enviado, mandado", es decir, embajador y portador de un mensaje. Por consiguiente, debe actuar como encargado y representante de quien lo ha mandado. Por eso San Pablo se define "apóstol de Jesucristo" (1 Co 1, 1; 2 Co 1, 1), o sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio, hasta el punto de llamarse también "siervo de Jesucristo" (Rm 1, 1). Una vez más destaca inmediatamente la idea de una iniciativa ajena, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado; pero sobre todo se subraya el hecho de que se ha recibido una misión que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal.
El tercer requisito es el ejercicio del "anuncio del Evangelio", con la consiguiente fundación de Iglesias. Por tanto, el tÃtulo de "apóstol" no es y no puede ser honorÃfico; compromete concreta y dramáticamente toda la existencia de la persona que lo lleva. En la primera carta a los Corintios, San Pablo exclama: "¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?" (1 Co 9, 1). Análogamente, en la segunda carta a los Corintios afirma: "Vosotros sois nuestra carta (...), una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el EspÃritu de Dios vivo" (2 Co 3, 2-3).
No sorprende, por consiguiente, que San Juan Crisóstomo hable de San Pablo como de "un alma de diamante" (PanegÃricos, 1, 8), y siga diciendo: "Del mismo modo que el fuego, aplicándose a materiales distintos, se refuerza aún más..., asà la palabra de San Pablo ganaba para su causa a todos aquellos con los que entraba en relación; y aquellos que le hacÃan la guerra, conquistados por sus discursos, se convertÃan en alimento para este fuego espiritual" (ib., 7, 11). Esto explica por qué San Pablo define a los apóstoles como "colaboradores de Dios" (1 Co 3, 9; 2 Co 6, 1), cuya gracia actúa con ellos.
Un elemento tÃpico del verdadero apóstol, claramente destacado por San Pablo, es una especie de identificación entre Evangelio y evangelizador, ambos destinados a la misma suerte. De hecho, nadie ha puesto de relieve mejor que San Pablo cómo el anuncio de la cruz de Cristo se presenta como "escándalo y necedad" (1 Co 1, 23), y muchos reaccionan ante él con incomprensión y rechazo. Eso sucedÃa en aquel tiempo, y no debe extrañar que suceda también hoy.
Asà pues, en esta situación, de aparecer como "escándalo y necedad", participa también el apóstol y San Pablo lo sabe: es la experiencia de su vida. A los Corintios les escribe, con cierta ironÃa: "Pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de gloria; mas nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos" (1 Co 4, 9-13). Es un autorretrato de la vida apostólica de San Pablo: en todos estos sufrimientos prevalece la alegrÃa de ser portador de la bendición de Dios y de la gracia del Evangelio.
Por otro lado, San Pablo comparte con la filosofÃa estoica de su tiempo la idea de una tenaz constancia en todas las dificultades que se le presentan, pero él supera la perspectiva meramente humanÃstica, basándose en el componente del amor a Dios y a Cristo: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Como dice la Escritura: "Por tu causa somos muertos todo el dÃa; tratados como ovejas destinadas al matadero". Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8, 35-39). Esta es la certeza, la alegrÃa profunda que guÃa al apóstol San Pablo en todas estas vicisitudes: nada puede separarnos del amor de Dios. Y este amor es la verdadera riqueza de la vida humana.
Como se ve, San Pablo se habÃa entregado al Evangelio con toda su existencia; podrÃamos decir las veinticuatro horas del dÃa. Y cumplÃa su ministerio con fidelidad y con alegrÃa, "para salvar a toda costa a alguno" (1 Co 9, 22). Y con respecto a las Iglesias, aun sabiendo que tenÃa con ellas una relación de paternidad (cf. 1 Co 4, 15), e incluso de maternidad (cf. Ga 4, 19), asumÃa una actitud de completo servicio, declarando admirablemente: "No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo" (2 Co 1, 24). La misión de todos los apóstoles de Cristo, en todos los tiempos, consiste en ser colaboradores de la verdadera alegrÃa.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular, a los "Pueri cantores" de la escolanÃa de la catedral de Burgos, a los Amigos del Hogar de Minusválidos, de La Guardia, a los fieles de la parroquia de Santa MarÃa de Mataró y a los miembros del colegio San Francisco de AsÃs, de Santiago de Chile. Que Dios os bendiga.
(A los fieles polacos)
Que la celebración del aniversario de las apariciones de la Virgen de Lourdes recuerde una vez más a Europa y al mundo entero su llamada a la oración, a la penitencia y a la conversión.
(En italiano)
Me dirijo finalmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Anteayer celebramos la fiesta litúrgica de la Natividad de la Bienaventurada Virgen MarÃa y dentro de algunos dÃas celebraremos la memoria litúrgica del Nombre de MarÃa. El concilio Vaticano II dice que la Virgen nos precede en el camino de la fe porque "creyó en el cumplimiento de las palabras del Señor" (Lc 1, 45).
Para vosotros, jóvenes, pido a la Virgen santÃsima el don de una fe cada vez más madura; para vosotros, enfermos, una fe cada vez más fuerte; y para vosotros, recién casados, una fe cada vez más profunda.
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Queridos hermanos y hermanas, el viernes próximo emprenderé mi primer viaje pastoral a Francia como Sucesor de Pedro. En la vÃspera de mi llegada, deseo dirigir mi cordial saludo al pueblo francés y a todos los habitantes de esa querida nación. Voy a vosotros como mensajero de paz y de fraternidad. Vuestro paÃs no me es desconocido. En varias ocasiones he tenido la alegrÃa de ir allà y de apreciar su generosa tradición de acogida y tolerancia, asà como la solidez de su fe cristiana y su elevada cultura humana y espiritual. Esta vez, la ocasión de mi visita es la celebración del 150° aniversario de las apariciones de la Virgen MarÃa en Lourdes. Después de visitar ParÃs, la capital de vuestra nación, será una gran alegrÃa para mà unirme a la multitud de peregrinos que siguen las etapas del camino del jubileo, tras santa Bernardita, hasta la gruta de Massabielle. Mi oración se hará intensa a los pies de Nuestra Señora por las intenciones de toda la Iglesia, especialmente por los enfermos, por las personas más marginadas, pero también por la paz en el mundo. Que MarÃa sea para todos vosotros, en particular para los jóvenes, la Madre siempre disponible a las necesidades de sus hijos, una luz de esperanza que ilumine y guÃe vuestro camino. Queridos amigos de Francia, os invito a uniros a mi oración para que este viaje dé frutos abundantes. En la espera feliz de estar próximamente entre vosotros, invoco sobre cada uno, sobre vuestras familias y sobre vuestras comunidades la protección materna de la Virgen MarÃa, Nuestra Señora de Lourdes. ¡Que Dios os bendiga!
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