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Hech 2,14.22-28: “A quien vosotros matasteis clavándole en la Cruz, Dios le resucitó”
«Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: “Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras… A Jesús, el Nazoreo, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio; porque dice de él David:
Veía constantemente al Señor delante de mí,
puesto que está a mi derecha, para que no vacile.
Por eso se ha alegrado mi corazón
y se ha alborozado mi lengua,
y hasta mi carne reposará en la esperanza
de que no abandonarás mi alma en el Hades
ni permitirás que tu santo experimente la corrupción.
Me has hecho conocer caminos de vida,
me llenarás de gozo con tu rostro.»
Sal 15,1-2.5.7-11: “Señor, me enseñarás el sendero de la vida”
1Pe 1,17-21: “Habéis sido redimidos con la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto”
«Y si llamáis Padre a quien, sin acepción de personas, juzga a cada cual según sus obras, conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro, sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros; los que por medio de él creéis en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria, de modo que vuestra fe y vuestra esperanza estén en Dios.»
Lc 24, 13-35: “Contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.”
«Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. El les dijo: “¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?” Ellos se pararon con aire entristecido.
Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: “¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?” El les dijo: “¿Qué cosas?” Ellos le dijeron: “Lo de Jesús el Nazoreo, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron”.
El les dijo: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras.
Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado”. Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.»
Nos encontramos en “el primer día de la semana”, luego de la crucifixión del Señor, cuando dos discípulos emprenden el retorno a su pueblo, Emaús, que distaba aproximadamente 11 km. de Jerusalén.
Al momento de emprender el retorno ya las mujeres habían dado la noticia a los Once y a todos los demás de que aquella madrugada habían hallado el sepulcro vacío y de que habían visto unos ángeles que les habían asegurado que Jesucristo estaba vivo (ver Mt 28,8).
Quienes escucharon tales testimonios pensaban que las mujeres, debido a su estado emocional alterado, estarían delirando (ver Lc 24,11). ¿Cómo podría volver a la vida alguien tan brutalmente maltratado y crucificado? Lo razonable, por más que el Señor había anunciado que resucitaría, era pensar que todo había terminado con su muerte.
En el camino a Emaús, aún cuando la pena agobia sus corazones, estos hombres hablan y dialogan sobre la causa de su abatimiento e infinita tristeza: la violenta e inesperada muerte del Maestro y, como consecuencia, de sus ilusiones desvanecidas y sus planes truncados. Ellos esperaban que Él fuese el Mesías-liberador de Israel (ver Lc 24,21), pero luego de su dramática crucifixión no quedaba más que el sabor amargo del fracaso y de la frustración. Todos sus anhelos y esperanzas, todas sus ilusiones habían estallado en mil pedazos con la muerte del Maestro y Amigo. Ahora, compañeros en el dolor, compartían un mismo vacío infinito. La vida debía seguir su curso. Después de la muerte del Señor Jesús ya nada tenían que hacer en Jerusalén.
Mas a pesar de su desolación, no se cierran en sí mismos, sino que abren sus corazones y se convierten así, el uno para el otro, en un apoyo reconfortante. La pena compartida se hace más fácil de sobrellevar, y así, en mutua compañía, recorren su difícil camino hablando de las tristezas que agobian sus corazones. Estos amigos no se quedan callados ni se encierran en una soledad autodestructiva para dejarse vencer por las penas, para dejarse atrapar por los propios problemas o para asfixiarse en medio de sus angustias. Ellos abren las puertas de sus dolientes corazones para hablar de lo que sufren, del dolor que experimentan. Simplemente, comparten, participan y se hacen partícipes de sus mundos interiores, y con ello, se ayudan mutuamente, se apoyan entre sí.
Esa actitud de apertura genera entre los caminantes un dinamismo que permite que incluso un “forastero” pueda acercarse a ellos y compartir con él sus penas. El diálogo dispone asimismo a los discípulos para que puedan acoger las palabras que han de sanar sus heridas y enardecer nuevamente sus corazones. De este modo el Señor sale al encuentro de aquellos que le muestran sus heridas y sufrimientos y con su singular compañía torna el triste camino a Emaús en un camino de reconciliación.
En efecto, gracias a la apertura de los discípulos, el Señor establece con ellos un diálogo que en sí mismo porta un claro dinamismo reconciliador. Instruyendo primero sus entorpecidas mentes, el Señor les explica que el Mesías según las Escrituras, y no según sus propias expectativas horizontales, tenía que padecer mucho y dar su vida en rescate por todo el pueblo. Mientras escuchaban con profunda atención aquello que sin duda fue una incomparable exégesis, las palabras del Señor iban encontrando una profunda resonancia en sus corazones: «El alma (de aquellos hombres) se enardecía al oír la palabra divina», comenta San Gregorio, pues las palabras del Señor, cargadas de luz, penetraban en sus mentes y en sus corazones por lo verdaderas que eran.
Llegados a Emaús el forastero convertido en compañero de camino se dispone a continuar su propio camino y se despide. Luego de su instrucción primera el Señor juzga oportuno dejar que los discípulos den el siguiente paso. Él ya ha tocado a la puerta de sus corazones y ahora es tiempo de esperar su respuesta libre. Al pedirle e insistirle que se quede con ellos es evidente que su adhesión no es obligada. La invitación brota de un profundo deseo de acoger a aquél hombre -desconocido aún- cuyas enseñanzas habían abierto su entendimiento e iluminado sus embotadas mentes. Recién entonces habían comprendido lo que anunciaban las antiguas Escrituras. Así, pues, un mayor deseo y anhelo de luz y de verdad que ardía en lo íntimo de sus corazones los impulsó a insistir en esta invitación a quedarse con ellos.
De este modo respondían a la iniciativa del Señor, acogiéndolo en su casa pero más aún en sus corazones. Una actitud pasiva, en cambio, habría significado el alejamiento del Señor, el no reconocerlo presente y actuante en sus vidas.
Al invitarlo a permanecer con ellos el Señor dejaba de ser un forastero o un compañero de camino y pasaba a ser un amigo. En la mentalidad de aquellos lugares y culturas, acoger a alguien como huésped traía consigo el compromiso de recibirle en la intimidad de la propia familia. Consiguientemente, el vínculo que se formaba entre ellos pasaba a ser sagrado. En los discípulos de Emaús hay el deseo de acoger e introducir al “forastero” en el círculo de su amistad. Con este gesto de generosa hospitalidad ellos mismos se convertirán en huéspedes del Señor, según las palabras del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).
El pan que el Señor parte y comparte con ellos será finalmente el signo visible que permita a sus discípulos reconocer una realidad hasta entonces retenida a sus ojos: ¡es el Señor! Al reconocerlo en la fracción del pan y luego de desaparecer Él de su vista, se dicen el uno al otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32). Es así como el camino de reconciliación ha llegado a su culmen: la palabra del Señor y la fracción del pan les ha abierto los embotados ojos de la mente y del corazón, los ha iluminado con un nuevo resplandor, curándolos de toda duda, ignorancia, tristeza, desaliento y miedo.
El gozo que experimentan los discípulos de Emaús, la dicha inmensa que produce la experiencia de reconocer al Señor resucitado es incontenible. Los discípulos, sin importar que sea de noche, se vuelven a Jerusalén de inmediato a anunciar la gozosa noticia a los demás. El anuncio gozoso nace del encuentro reconciliador con Jesucristo, vivo y resucitado.
Dos discípulos iban de vuelta a casa, a Emaús. Las cosas no habían salido como esperaban. Sus ilusiones se habían trocado en amarga desilusión. En vez del “éxito” se encontraron con el más rotundo fracaso. Según la idea que se habían hecho de Jesús, según su propio modo de ver las cosas, Él tenía que ser el liberador político de Israel. ¡Tantas señales había obrado! Parecía que ya llegaba el momento de ser humanamente glorificado. Sin embargo, todo cambió abruptamente cuando en vez de ser ensalzado —y ellos con Él— fue crucificado como un maldito (ver Gál 3,13). ¡Todo iba tan bien, hasta que Dios hizo SILENCIO!
¿Cuántas veces experimentamos en el caminar de nuestra vida esa ausencia de Dios, porque las cosas no salieron como yo quería? ¿Acaso pensamos que los caminos de Dios son fáciles de seguir, que están exentos de todo sufrimiento, de toda prueba? Y cuando en vez de la gloria el Señor me pone delante la cruz, cuando el dolor se cruza en mi camino y Dios parece no escuchar mis súplicas, cuando Dios permite el mal sin intervenir como yo pienso que debería actuar, cuando en vez de intervenir portentosamente sólo hace SILENCIO, ¡parece que perdemos la fe!
¿Cuántas veces, como a aquellos peregrinos sin esperanza, me invaden también a mí en semejantes situaciones sentimientos de abandono de Dios, me ahogo en el desaliento y la desesperanza, y la tristeza me vuelve ciego a la presencia del Señor que sale a mi encuentro y camina a mi lado? ¿O cuántas veces reacciono con infantil rebeldía, alejándome de Dios, hundiéndome en mi pecado para buscar un poco de alivio y desahogo, haciéndose luego mis tinieblas más oscuras, más pesadas, y mis soledades más profundas?
Hoy como ayer, en medio de la tristeza o desaliento que podamos experimentar cuando el Señor no responde a nuestras expectativas demasiado horizontalistas, cuando parece que “ya todo se ha acabado”, el Señor resucitado sale a nuestro encuentro para preguntarnos: “¿por qué andas triste y cabizbajo?” El acudir al Señor con perseverancia en medio de las situaciones difíciles de la vida, el abrir el corazón doliente a quien al principio se nos puede presentar como un forastero tan ajeno a nuestros dolores y sufrimientos, la oración perseverante, la escucha atenta de su Palabra, la apertura humilde del corazón, la insistencia para que se quede con nosotros, conducen finalmente a recibir el don de esa profunda mirada de fe que nos permite reconocerlo presente «en la fracción del pan» (Lc 24,35). Sí, en la Eucaristía es donde se fortalece y alimenta nuestra comunión con Él, y en Él con toda la Iglesia. Él nos acompaña todos los días en el camino de la vida de acuerdo a su promesa: «he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.» (Mt 28,20)
“Y entró con ellos”.
San Gregorio: «Le ponen la mesa, le ofrecen alimentos y conocen en el modo de partir el pan al que no habían conocido por la explicación de las Escrituras.»
“Y estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan, y lo bendijo, y habiéndolo partido, se lo dio. Y fueron abiertos los ojos de ellos, y lo conocieron”.
San Juan Crisóstomo: «Esto se dice, no de los ojos materiales, sino de los del espíritu.»
San Agustín: «No estaban, sin embargo, tan ciegos, que no vieran algo, pero había algún obstáculo que les impedía conocer lo que veían (lo que suele llamarse niebla, o algún otro obstáculo). No porque Dios no podía transformar su carne y aparecer diferente de como lo habían visto en otras ocasiones, ya que también se transformó en el Tabor antes de su pasión, de tal modo que su rostro brillaba como el sol. Pero ahora no sucede así, pues no recibimos este impedimento inconvenientemente, sino que el que Satanás haya impedido a sus ojos el reconocer a Jesús, también ha sido permitido por Cristo. Hasta que llegó al misterio del Pan, dando a conocer que cuando se participa de su Cuerpo desaparece el obstáculo que opone el enemigo para que no se pueda conocer a Jesucristo.»
San Agustín: «Que el Señor haya hecho ademán de ir más lejos cuando acompañaba a sus discípulos, explicando las Sagradas Escrituras a quienes ignoraban que fuese Él mismo, significa que ha inculcado a los hombres el poder acercarse a su conocimiento a través de la hospitalidad; para que cuando Él mismo se haya alejado de los hombres —al cielo— sin embargo, se quede con aquellos que se muestran como sus servidores. Aquel que una vez instruido en la doctrina participa de todos los bienes con el que lo catequiza, detiene a Jesús para que no vaya más lejos. He aquí, por qué estos fueron catequizados por la palabra, cuando Jesucristo les expuso las Escrituras. Y como honraron con la hospitalidad a Aquel que no conocieron en la exposición de las Escrituras, lo conocieron en el modo de partir el Pan. No son buenos delante de Dios los que oyen su palabra, sino los que obran según ella (Rom 2,13).»
San Gregorio: «Todo el que quiere entender lo que oye, apresúrese a practicar lo que ya puede comprender. El Señor no fue conocido mientras habló, pero se dejó conocer cuando fue alimentado.»
San Gregorio: «El alma se enardece al oír la palabra divina, desaparece el hielo de la pereza y el espíritu se eleva al deseo y a la ansiedad de las cosas del cielo. Conviene, pues, oír las divinas enseñanzas, y lo que es enseñado por medio de la ley, como si se inflamase por una porción de antorchas.»
San León Magno: «Aquellos días, amadísimos hermanos, que transcurrieron entre la resurrección del Señor y su ascensión no fueron infructuosos, sino que en ellos fueron reafirmados grandes misterios y reveladas importantes verdades. (...) Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y los reprendió por su resistencia a creer, a ellos, que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por Él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con Él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada.»
1328: La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:
1329: (…)
-Fracción del Pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia, sobre todo en la ultima Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección, y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (ver Hech 2, 42. 46; 20, 7. 11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él.
1373: «Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros» (Rom 8, 34), esta presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia, «allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre» (Mt 18, 20), en los pobres, los enfermos, los presos, en los sacramentos de los que El es autor, en el sacrificio de la Misa y en la persona del ministro. Pero, «sobre todo (está presente), bajo las especies eucarísticas» (SC 7).
1374: El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella «como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos». En el santísimo sacramento de la Eucaristía están «contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero» (Concilio de Trento). «Esta presencia se denomina “real”, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen “reales”, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente» (MF 39).
1375: Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, S. Juan Crisóstomo declara que:
No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas.
Y S. Ambrosio dice respecto a esta conversión:
Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada... La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela.
1376: El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: «Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación».
1377: La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo.
«Y, levantándose al momento, regresaron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido en la fracción del pan» (Lc 24,33-35).
Al momento. Antes de poner la tilde en la “iota”; el punto sobre la “i”. Al instante. Nada de procrastinación (del latín pro, “para”, y crastina, “mañana”), esto es: sin dejadeces ni demoras. Nada los detiene, ni la distancia por recorrer, ni el cansancio de lo caminado, ni otra circunstancia alguna. Efectivamente, los discípulos ardiendo de gozo por la experiencia del encuentro con el Resucitado —¡y cómo no habrían de estarlo!— fueron con toda prontitud a comunicar este acontecimiento a los Once y a los demás en Jerusalén. Sus dudas se habían desvanecido. Su tristeza se había trocado en ardor y gozo. ¡Y es que han estado con el Señor Jesús!
El don y el misterio de la liturgia prolongan a través del tiempo la experiencia de Emaús. La liturgia eucarística, expresión de la alegría pascual, es «una invitación a revivir, de alguna manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús, que sentían “arder su corazón” mientras el Resucitado se les acercó y caminaba con ellos, explicando las Escrituras y revelándose “al partir el pan”. Es el eco del gozo, primero titubeante y después arrebatador, que los Apóstoles experimentaron la tarde de aquel mismo día, cuando fueron visitados por Jesús Resucitado y recibieron el don de su paz y de su Espíritu» (S.S. Juan Pablo II, Dies Domini, 1).
Escucha de la Palabra en la Iglesia, encuentro con el Señor, confesión de su presencia real en la Eucaristía —¡Señor mío y Dios mío! (ver Jn 20,28)—, conversión a Él y su divino Plan en la Comunión, y salida alegre a anunciar al mundo el misterio de la fe. Toda una concreción de un programa para la vida cristiana.
Emaús ilumina el diario caminar. A cada quien toca ver y profundizar en su propia vida. Sacar las lecciones para que día a día se hagan concretas en el caminar y sean fuente de continua renovación personal, haciendo efectiva y coherente su vida cristiana.
Que la rutina no nos robe el don que recibimos, que la propia atención acoja la gracia para ser fiel al regalo magno recibido, al milagro en que se participa, al Señor Jesús realmente presente que se adora, y que la dejadez no impida llevar esa luz a la vida y compartirla con la familia, con nuestros hermanos y hermanas.
Pero día a día, hay que vivir la misma realidad. Esto es hacer de cada día un acto litúrgico, descubriendo la sacramentalidad de las cosas, de las personas, y consagrando todas las acciones a Aquel de cuya presencia buscamos estar conscientes.
Hacer cotidianamente lo posible por responder al Señor que llama a la puerta de nuestro corazón y nos invita a participar en la dinámica de la reconciliación. Como la Inmaculada Virgen María ante esa invitación hay que decir: “He aquí quien es tu siervo, hágase” (ver Lc 1,38). ¡Sí, que toda nuestra vida sea un “hágase” a la invitación de Dios!
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