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Palabras del Papa a los obispos de las diócesis de Piamonte y peregrinos presentes en la BasÃlica de San Pedro
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra acogeros y os doy a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo ante todo a los peregrinos procedentes de las diócesis de la región eclesiástica de Piamonte, que acompañan a sus obispos en visita "ad limina".
Queridos amigos, también en Piamonte y en el Valle de Aosta, la fe cristiana afronta muchos desafÃos debidos, en el actual contexto cultural, a las tendencias agnósticas presentes en el ámbito doctrinal, asà como a las pretensiones de plena autonomÃa ética y moral. Ciertamente, hoy no es fácil anunciar y dar testimonio del Evangelio. Sin embargo, —y esto lo he podido constatar en todos mis coloquios y encuentros—, el pueblo sigue teniendo un sólido sustrato espiritual, que se manifiesta, entre otras cosas, en la atención a las instancias de la vida cristiana, en la Ãntima necesidad de Dios, en el redescubrimiento del valor de la oración, en la estima por el sacerdote celoso y su ministerio. Además, los fieles laicos y los grupos de compromiso apostólico manifiestan una profunda exigencia de aspiración a la santidad, la alta medida de la vida cristiana.
Me dirijo también a vosotros, queridos hermanos en el episcopado: ante las dificultades que a veces encuentran las comunidades eclesiales encomendadas a vuestra solicitud pastoral, os exhorto a continuar ayudándolas con valentÃa a seguir fielmente al Señor, aprovechando sus potencialidades espirituales y los carismas de cada uno. Recordadles que ninguna dificultad puede separarnos del amor de Cristo, como afirmaba san Pablo (cf. Rm 8, 35-39). Por eso, uniendo las fuerzas, vosotros, los pastores, juntamente con los sacerdotes, con las personas consagradas y con los fieles laicos, testimoniad con fervor vuestra —nuestra— adhesión común a Cristo y edificad la Iglesia en la caridad y en la verdad.
La Madre celestial, a la que el pueblo piamontés invoca desde siempre con profunda devoción, os asista, os ilumine y os conforte.
Ahora os saludo a vosotros, jóvenes aquà presentes, en particular a los alumnos de la escuela Don Carlo Castamagna, de Busto Arsizio, y a los de la escuela Don Juan Bosco, de Canónica d'Adda.
Queridos amigos, el tiempo de Cuaresma, que estamos viviendo, sea para vosotros ocasión propicia para redescubrir el don del seguimiento de Cristo y aprender a cumplir siempre, con su ayuda, la voluntad del Padre.
Asà vamos por el sendero recto, el sendero que nos abre el camino futuro.
Sala Pablo VI
Queridos hermanos y hermanas:
Durante los meses pasados hemos meditado en las figuras de cada uno de los Apóstoles y en los primeros testigos de la fe cristiana mencionados en los escritos del Nuevo Testamento. Ahora, dedicaremos nuestra atención a los padres apostólicos, es decir, a la primera y a la segunda generación de la Iglesia después de los Apóstoles. Asà podemos ver cómo comienza el camino de la Iglesia en la historia.
San Clemente, obispo de Roma en los últimos años del siglo I, es el tercer sucesor de Pedro, después de Lino y Anacleto. El testimonio más importante sobre su vida es el de san Ireneo, obispo de Lyon hasta el año 202, el cual atestigua que san Clemente "habÃa visto a los Apóstoles", "se habÃa relacionado con ellos" y "tenÃa todavÃa la predicación apostólica en sus oÃdos y su tradición ante sus ojos" (Adversus haereses, III, 3, 3). Testimonios tardÃos, entre los siglos IV y VI, atribuyen a san Clemente el tÃtulo de mártir.
La autoridad y el prestigio de este Obispo de Roma eran tan grandes, que se le atribuyeron varios escritos, pero su única obra segura es la Carta a los Corintios. Eusebio de Cesarea, el gran "archivero" de los orÃgenes cristianos, la presenta con estas palabras: "Nos ha llegado una carta de Clemente reconocida como auténtica, grande y admirable. Fue escrita por él, de parte de la Iglesia de Roma, a la Iglesia de Corinto... Sabemos que desde hace mucho tiempo y todavÃa hoy es leÃda públicamente durante la asamblea de los fieles" (Hist. Eccl. 3, 16).
A esta carta se le atribuÃa un carácter casi canónico. Al inicio de este texto, escrito en griego, san Clemente se lamenta de que "las repentinas y sucesivas calamidades y tribulaciones" (1, 1), le habÃan impedido una intervención en el tiempo oportuno. Estas "adversidades" se identifican con la persecución de Domiciano: por eso, la fecha de composición de la carta se debe remontar a un tiempo inmediatamente posterior a la muerte del emperador y al final de la persecución, es decir, inmediatamente después del año 96.
La intervención de san Clemente —estamos todavÃa en el siglo I— era requerida por los graves problemas por los que atravesaba la Iglesia de Corinto: en efecto, los presbÃteros de la comunidad habÃan sido destituidos por algunos jóvenes contestadores. También san Ireneo alude a esa triste situación cuando escribe: "Bajo el gobierno de Clemente se produjo entre los hermanos de Corinto una divergencia de opiniones no pequeña; la Iglesia de Roma envió a los Corintios una carta importantÃsima para reconciliarlos en la paz, renovar su fe y anunciarles la tradición que ella habÃa recibido recientemente de los Apóstoles" (Adversus haereses, III, 3, 3).
Por tanto, podrÃamos decir que esta carta constituye un primer ejercicio del Primado romano después de la muerte de san Pedro. La carta de san Clemente retoma algunos temas muy queridos por san Pablo, que habÃa escrito dos grandes cartas a los Corintios, en particular, la dialéctica teológica, perennemente actual, entre el indicativo de la salvación y el imperativo del compromiso moral. Ante todo está la buena nueva de la gracia que salva. El Señor nos previene y nos da el perdón, nos da su amor, la gracia de ser cristianos, hermanos y hermanas suyos. Es una buena nueva que llena de alegrÃa nuestra vida y que da seguridad a nuestro actuar: el Señor nos previene siempre con su bondad, y la bondad del Señor es siempre más grande que todos nuestros pecados.
Sin embargo, debemos comprometernos de manera coherente con el don recibido y responder al anuncio de la salvación con un camino generoso y valiente de conversión. Con respecto al modelo de san Pablo, la novedad está en que san Clemente, después de la parte doctrinal y de la parte práctica, que constituÃan el núcleo de todas las cartas de san Pablo, presenta una "gran oración", con la que prácticamente concluye la carta.
La ocasión inmediata de la carta permite al Obispo de Roma explicar con amplitud la identidad de la Iglesia y su misión. Si en Corinto ha habido abusos, observa san Clemente, el motivo hay que buscarlo en el debilitamiento de la caridad y de otras virtudes cristianas indispensables. Por eso, invita a los fieles a la humildad y al amor fraterno, dos virtudes que constituyen verdaderamente el ser en la Iglesia. "Seamos una porción santa", exhorta, "practiquemos todo lo que exige la santidad" (30, 1). En particular, el Obispo de Roma recuerda que el mismo Señor "estableció dónde y por quiénes quiere que se realicen los servicios litúrgicos, a fin de que, haciéndose todo santamente y con su beneplácito, sea acepto a su voluntad... En efecto, al sumo sacerdote le estaban encomendadas funciones litúrgicas propias; los sacerdotes ordinarios tenÃan asignado su lugar propio; y los levitas tenÃan encomendados sus propios servicios, mientras que el laico está sometido a los preceptos laicos" (40, 1-5: obsérvese que en esta carta de finales del siglo I aparece por primera vez en la literatura cristiana el término laikós, que significa "miembro del laos", es decir, "del pueblo de Dios").
De este modo, refiriéndose a la liturgia del antiguo Israel, san Clemente manifiesta su ideal de Iglesia, congregada por "un solo EspÃritu de gracia derramado sobre nosotros", que sopla en los diversos miembros del Cuerpo de Cristo, en el que todos, unidos sin ninguna separación, son "miembros los unos de los otros" (46, 6-7). La neta distinción entre los "laicos" y la jerarquÃa no significa en absoluto una contraposición, sino sólo la conexión orgánica de un cuerpo, de un organismo, con sus diferentes funciones. En efecto, la Iglesia no es un lugar de confusión y anarquÃa, donde uno puede hacer lo que quiera en cada momento: en este organismo, con una estructura articulada, cada uno ejerce su ministerio según la vocación recibida.
Por lo que atañe a los jefes de las comunidades, san Clemente explica claramente la doctrina de la sucesión apostólica. Las normas que la regulan derivan, en última instancia, de Dios mismo. El Padre envió a Jesucristo, quien a su vez mandó a los Apóstoles. Estos, luego, mandaron a los primeros jefes de las comunidades y establecieron que a ellos les sucedieran otros hombres dignos. Por tanto, todo procede "ordenadamente por voluntad de Dios" (42). Con estas palabras, con estas frases, san Clemente subraya que la Iglesia tiene una estructura sacramental y no una estructura polÃtica. La acción de Dios, que sale a nuestro encuentro en la liturgia, precede a nuestras decisiones y nuestras ideas. La Iglesia es, sobre todo, don de Dios y no creación nuestra; por eso, esta estructura sacramental no sólo garantiza el ordenamiento común, sino también la precedencia del don de Dios, que todos necesitamos.
Por último, la "gran oración" confiere una dimensión cósmica a las argumentaciones precedentes. San Clemente alaba y da gracias a Dios por su maravillosa providencia de amor, que creó el mundo y sigue salvándolo y santificándolo. Particular importancia asume la invocación por los gobernantes. Después de los textos del Nuevo Testamento, constituye la oración más antigua por las instituciones polÃticas. AsÃ, tras la persecución, los cristianos, aunque sabÃan que continuarÃan las persecuciones, no dejaban de rezar por las mismas autoridades que los habÃan condenado injustamente. El motivo es, ante todo, de carácter cristológico: se debe orar por los perseguidores, como hizo Jesús en la cruz.
Pero esta oración encierra también una enseñanza que orienta, a través de los siglos, la actitud de los cristianos ante la polÃtica y el Estado. Al orar por las autoridades, san Clemente reconoce la legitimidad de las instituciones polÃticas en el orden establecido por Dios; al mismo tiempo, manifiesta la preocupación de que las autoridades sean dóciles a Dios y "ejerzan con paz, mansedumbre y piedad, el poder que Dios les ha dado" (61, 2). El César no lo es todo. Existe otra soberanÃa, cuyo origen y esencia no son de este mundo, sino "de arriba": la de la Verdad, que con respecto al Estado tiene derecho a ser escuchada.
AsÃ, la carta de san Clemente afronta numerosos temas de perenne actualidad. Es aún más significativa en cuanto que representa, desde el siglo I, la solicitud de la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las demás Iglesias. Con el mismo EspÃritu, hagamos nuestras las invocaciones de la "gran oración", en las que el Obispo de Roma se hace portavoz del mundo entero: "SÃ, oh Señor, haz que resplandezca en nosotros tu rostro por el bien de la paz; protégenos con tu mano poderosa... Te damos gracias, a través del sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por el cual sea gloria y alabanza a ti, ahora y de generación en generación, por los siglos de los siglos. Amén" (60-61).
Saludos
Me es grato saludar con afecto a los visitantes de lengua española. En particular, saludo a los formadores y seminaristas del seminario mayor de León, asà como a los distintos grupos parroquiales y asociaciones venidos de España, México y otros paÃses latinoamericanos. Animo a todos a colaborar para que vuestras comunidades eclesiales vivan en la unidad y en la caridad. ¡Gracias por vuestra visita!
(En italiano)
Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua italiana. Saludo en particular a las religiosas enfermeras, que participan en el encuentro organizado por la Unión de superioras mayores de Italia. Queridas hermanas, contemplando el rostro sufriente de Cristo, esforzaos con humilde valentÃa por ser testigos de su amor misericordioso cada dÃa, en contacto con el amplio mundo de la enfermedad y del dolor.
Saludo también a los militares de la "Escuela del Genio" de Roma, asà como a los del 82° Regimiento de InfanterÃa "TurÃn" de Barletta. Queridos amigos, os agradezco vuestra presencia y os aseguro mi oración para que se refuerce en vosotros el firme deseo de dar testimonio de Jesucristo, único Salvador del mundo.
Mi pensamiento va, por último, a los enfermos y a los recién casados. Queridos enfermos, participando con paciencia y amor en el mismo sufrimiento del Hijo de Dios encarnado, compartid desde ahora la gloria y la alegrÃa de su resurrección. Y vosotros, queridos recién casados, hallad en la alianza que Cristo ha establecido con su Iglesia, al precio de su sangre, el apoyo de vuestro pacto conyugal y de vuestra misión en la Iglesia y en la sociedad.
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