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28 de mayo del 2000
1. "Como el Padre me ha amado, asà os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15, 9). Cristo, la vÃspera de su muerte, abre su corazón a los discÃpulos reunidos en el Cenáculo. Les deja su testamento espiritual. En el perÃodo pascual, la Iglesia vuelve sin cesar espiritualmente al Cenáculo, a fin de escuchar de nuevo con reverencia las palabras del Señor y obtener luz y consuelo para avanzar por los caminos del mundo.
Nuestra Iglesia de Roma, que celebra su jubileo, vuelve hoy al Cenáculo con el corazón conmovido. Vuelve para dejarse interpelar por el divino Maestro, para meditar en sus palabras y descubrir la respuesta más adecuada a las peticiones que él le hace.
Las palabras que nuestra Iglesia escucha hoy de los labios de su Señor son fuertes y claras: "Permaneced en mi amor. (...) Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15, 9. 12). ¡Cómo no sentir particularmente "nuestras" estas palabras de Jesús! ¿No tiene la Iglesia de Roma la tarea especÃfica de "presidir en la caridad" a toda la ecúmene cristiana? (cf. san Ignacio de AntioquÃa, Ad Rom, inscr.). SÃ, el mandamiento del amor compromete a nuestra Iglesia de Roma con una fuerza y una urgencia especiales.
El amor es exigente. Cristo dice: "Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). El amor llevará a Jesús a la cruz. Todo discÃpulo debe recordarlo. El amor viene del Cenáculo y vuelve a él. En efecto, después de la resurrección, precisamente en el Cenáculo los discÃpulos meditarán en las palabras pronunciadas por Jesús el Jueves santo y tomarán conciencia del contenido salvÃfico que encierran. En virtud del amor de Cristo, acogido y correspondido, ahora son sus amigos: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oÃdo a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15).
Reunidos en el Cenáculo después de la resurrección y la ascensión del divino Maestro al cielo, los Apóstoles comprenderán plenamente el sentido de sus palabras: "Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure" (Jn 15, 16). Bajo la acción del EspÃritu Santo, estas palabras los convertirán en la comunidad salvÃfica que es la Iglesia. Los Apóstoles comprenderán que han sido elegidos para una misión especial, es decir, testimoniar el amor: "Como el Padre me ha amado, asà os he amado yo; permaneced en mi amor".
Esta consigna pasa hoy a nosotros: en cuanto cristianos, estamos llamados a ser testigos del amor. Este es el "fruto" que estamos llamados a dar, y este fruto "permanece" en el tiempo y por toda la eternidad.
2. La segunda lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla de la misión apostólica que brota de este amor. Pedro, llamado por el centurión romano Cornelio, va a su casa, en Cesarea, y asiste a su conversión, la conversión de un pagano. El mismo Apóstol comenta ese importantÃsimo acontecimiento: "Está claro que Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea" (Hch 10, 34-35). Del mismo modo, cuando el EspÃritu Santo desciende sobre el grupo de creyentes provenientes del paganismo, Pedro comenta: "¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el EspÃritu Santo igual que nosotros?" (Hch 10, 47). Iluminado desde lo alto, Pedro comprende y testimonia que todos están llamados por el amor de Cristo.
Nos encontramos aquà ante un viraje decisivo en la vida de la Iglesia: un viraje al que el libro de los Hechos atribuye gran importancia. En efecto, los Apóstoles, y en particular Pedro, aún no habÃan percibido claramente que su misión no se limitaba sólo a los hijos de Israel. Lo que sucedió en la casa de Cornelio los convenció de que no era asÃ. A partir de entonces comenzó el desarrollo del cristianismo fuera de Israel, y se consolidó una conciencia cada vez más profunda de la universalidad de la Iglesia: todo hombre y toda mujer, sin distinción de raza y cultura, están llamados a acoger el Evangelio. El amor de Cristo es para todos, y el cristiano es testigo de este amor divino y universal.
3. Totalmente convencido de esta verdad, san Pedro se dirigió primero a AntioquÃa y, después, a Roma. La Iglesia de Roma le debe su comienzo. Este encuentro de la comunidad eclesial de Roma, en el corazón del gran jubileo del año 2000, reaviva en todos nosotros el recuerdo de ese origen apostólico, el recuerdo de san Pedro, primer pastor de nuestra ciudad. Durante estos meses numerosos peregrinos, de todas las partes del mundo, están acudiendo a su tumba para celebrar el jubileo de la encarnación del Señor y profesar la misma fe de Pedro en Cristo, Hijo de Dios vivo.
Se manifiesta asÃ, una vez más, la particular vocación que la divina Providencia ha reservado a Roma: ser el punto de referencia para la comunión y la unidad de toda la Iglesia y para la renovación espiritual de toda la humanidad.
4. Queridos fieles de esta amada Iglesia de Roma, me alegra dirigiros mi afectuoso saludo en esta circunstancia, en que estamos reunidos para celebrar el jubileo diocesano. Saludo al cardenal vicario, al vicegerente y a los obispos auxiliares, a los sacerdotes y a los diáconos, a los religiosos y a las religiosas, y a todos vosotros, laicos comprometidos activamente en las parroquias, en los movimientos, en los grupos y en los diferentes ambientes de trabajo y de vida de la ciudad. Saludo asimismo al alcalde y a las autoridades presentes.
Este dÃa constituye la cumbre ideal de un intenso camino preparatorio. Desde el SÃnodo diocesano hasta la misión ciudadana, nuestra Iglesia de Roma, en sus diversos componentes, ha mostrado durante estos años gran vitalidad pastoral y ardiente impulso evangelizador. Por eso hoy queremos dar gracias al Señor. Con oportunas iniciativas pastorales, toda la ciudad ha podido escuchar de nuevo el anuncio del Evangelio en los hogares y en los lugares de trabajo. AsÃ, se ha puesto de manifiesto cuán enraizada está la Iglesia entre la gente y cuán cerca está de las personas más pobres y marginadas.
Al término de la misión ciudadana, la tarde de la vigilia de Pentecostés del año pasado, os dije que debemos aprovechar los frutos de esta estación, rica en dones del Señor. Por esa razón, el encuentro de hoy, además de ser un punto de llegada, es también un punto indispensable de partida. Es necesario que ya desde ahora se realice un esfuerzo general para hacer que penetre cada vez más el "espÃritu de la misión ciudadana" en la pastoral ordinaria y diaria de las parroquias y de las realidades eclesiales. Es preciso que todos lo consideren un "compromiso permanente" y que implique a todo el pueblo de Dios, comenzando por los "misioneros", sacerdotes, religiosos y laicos, que han experimentado personalmente la belleza y la alegrÃa de la evangelización. Precisamente con vistas a este impulso necesario en las familias y en los diversos ambientes de la ciudad, es muy oportuno que durante el próximo año pastoral se realice un atento discernimiento de los frutos del camino recorrido hasta ahora.
5. Demos gracias a Dios por todo lo que está viviendo la diócesis; demos gracias, sobre todo, por los diversos acontecimientos que se están celebrando durante este Año jubilar. Ya nos hallamos en vÃsperas de grandes e importantes citas, que requieren la más amplia y generosa colaboración. Pienso, en primer lugar, en el Congreso eucarÃstico internacional, el "corazón del jubileo", que celebra la presencia viva en medio de nosotros del Verbo hecho carne, "pan de vida para el mundo".
Después, la XV Jornada mundial de la juventud, con ocasión de la cual en agosto se reunirá en Roma una multitud de jóvenes procedentes de todo el mundo, que esperan ser acogidos con alegrÃa y simpatÃa por sus coetáneos romanos y ser alojados por las familias y toda la comunidad cristiana y ciudadana.
En octubre, además, celebraremos el jubileo de las familias, que exigirá un cuidado particular por parte de la diócesis y de las familias cristianas. Preparémonos para estos acontecimientos con profunda participación.
6. ¡Iglesia de Roma, sé consciente de cuán singular es tu misión también con respecto al jubileo! No te desalientes por las dificultades que encuentras en tu camino diario. Te sostiene el testimonio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, que consagraron tus comienzos con su sangre; te estimula el ejemplo de los santos y los mártires, que te entregaron la antorcha de una inquebrantable dedicación al Evangelio. ¡No temas! Que el amor de Cristo, gracias al compromiso de tus hijos, llegue a todos los habitantes de la ciudad y se difunda en todos los ambientes, para llevar por doquier alegrÃa y esperanza.
Y tú, MarÃa, Salus populi romani, Virgen del amor divino, ayúdanos. Nos encomendamos a ti con confianza. Que por tu intercesión materna se renueve en la Iglesia de Roma la venida del EspÃritu Santo, principio de su unidad y fuerza para su misión. ¡Alabado sea Jesucristo!
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